Es una tarde de verano frente al mar, los niños juegan por todas partes rodeados de jardines, casas y arena blanca. Acompañando el murmullo de las olas, está el murmullo de las mujeres que conversan de sus niños sin quitarles la vista, siempre observándolos. Están todos juntos en el jardín de una de las casas blancas, en un cumpleaños; por eso tanto barullo. En el momento de la foto, las mujeres ya no están más. Se camuflan en las paredes, también blancas y son reemplazadas por las madres, que posan felices con sus hijos.
Aquellas mujeres tan importantes en las vidas de estos niños, pasan al olvido y son así excluidas de la memoria familiar. Ellas alimentan, crían y acuestan a nuestros hijos, sin embargo no comparten la mesa familiar y se les uniformiza para que pasen desapercibidas. Como si al vestirlas de blanco las volviéramos invisibles y así no veríamos su choledad.
Esta contradicción es el punto de partida con el que Adriana Tomatis reflexiona sobre una realidad latente: la exclusión y el racismo entre peruanos. Proyecta una mirada crítica a la clase alta limeña, de la que ella no es ajena y observa perpleja lo que pasa en su entorno, envolviendo en una nebulosa imágenes de la cotidianeidad limeña.
Un grupo de albañiles descansa en el malecón miraflorino y desaparece mimetizándose con el cielo gris, como para que su apariencia no afecte la linda vista al mar. Un grupo de personas haciendo footing nos da la espalda y desaparece también, esta vez en el paisaje, gris también, san isidrino, dejando atrás la realidad, sí, una realidad que molesta. Adriana se retrata, en una escena familiar, como una representación simbólica de nuestra sociedad.
Happy Days evidencia aquella realidad cotidiana, eso que dejamos pasar, por que nos estorba, molesta y enturbia el paisaje. Desenfoca pictóricamente hasta el punto de desmaterializar las imágenes, simbolizando la necesidad de desaparecer al otro, como una inevitable pulsión tanática. El blanco es trabajado más allá de sus posibilidades cromáticas, como concepto racial y como modelo aspiracional de nuestra sociedad.
Este conjunto de cuadros ingresan a nuestra percepción como un caballo de Troya: bellos, armoniosos, pintados en una vigorosa clave alta, para luego descubrir en su interior los demonios de nuestro inconsciente colectivo.
Por último, nuestros días felices, son ensombrecidos con un grupo de gallinazos, que nos observa desde lo alto, como esperando que nos maltratemos, para así, alimentarse de nuestras heridas. Lastimamos y somos lastimados, como Jorge Bruce enfatiza certeramente: siempre se es blanco o cholo de alguien*.
Claudia Coca
* Nos habíamos choleado tanto. Jorge Bruce. Lima, 2007
En Europa, durante la segunda mitad del siglo XIX, se desarrolló el Impresionismo, como un intento por materializar la instantaneidad de los efectos de la luz sobre las superficies y los objetos. El concepto de “impresión” tuvo origen en la fotografía, y se aplicó a la pintura en la medida en que ésta plasmaba las imágenes constituidas por la luz. Este registro au naturel, dio origen a una dinámica óptica de descomposición y recomposición de la imagen: las áreas cromáticas del cuadro descomponían la definición de los objetivos, y el punto de observación del espectador a distancia las volvía a constituir en su retina.
Fue también durante la segunda mitad del siglo XIX, que se afianzó en el poder de la naciente República Peruana, una burguesía criolla que abrazó en su seno a la inmigración europea, con el fin de “mejorar la raza”. Este grupo social configuró una compleja idiosincrasia que encontró legitimidad para su predominio social, económico y político en el reciclaje de los valores coloniales del sistema étnico de castas. Lima era el centro de este orden perennizado por la neblina que cubría de blanco el color de la piel de sus habitantes. En el Perú actual el prestigio y la distinción social siguen definidos por el color de la piel, el “apellido de familia” o el origen extranjero, situación que revela la clara permanencia de un orden colonial ya entrado el siglo XXI. La casta dominante, blanca, criolla y burguesa, extiende sus dominios a un espacio público que es privatizado en urbanizaciones, balnearios y espacios exclusivos de esparcimiento, en los que “se reserva el derecho de admisión”.
En la serie de pinturas y ambientación Happy Days, Adriana Tomatis reúne un conjunto de impresiones de esta idiosincrasia y de esta sociedad post-colonial de castas y servidumbres. En un primer reconocimiento, la artista identifica escenas típicas dentro del entorno cotidiano de las clases altas limeñas y las registra fotográficamente. Siguiendo un procedimiento de clara referencia impresionista, Tomatis desenfoca digitalmente los objetivos de su registro, descomponiendo las imágenes en áreas cromáticas en las que el blanco distorsiona las siluetas dentro de un espectro nebuloso, similar al cielo de Lima y su particular neblina. El último paso, consiste en trasladar estas impresiones desmaterializadas en óleos sobre lienzo, devolviendoles asi su estado material.
Abrigados por una atmósfera clara, de aparente confort, llegamos a un primer golpe de vista cromático al observar las pinturas de Tomatis. Pero si nos alejamos y reconfiguramos las imágenes registradas, descubrimos el carácter social de su impresión. Y es que la serie constituye una pequeña genealogía de las relaciones de servidumbre e inclusión jerárquica de las clases altas limeñas, que en medio de un sentimiento colectivo de paranoia por la seguridad, delega las tareas de cuidado y protección de los “débiles desprotegidos” a los miembros subordinados que incorpora en su espacio más íntimo: niñeras, empleadas domésticas y vigilantes. Aquí la selección de situaciones en las pinturas de la artista es elocuente: niños rubios tomados de la mano por sus madres sustitutas, niñeras vestidas de impecable blanco que conservan sus uniformes para toda ocasión; y, por otro lado, un grupo indiferenciado de corredores respira la húmeda densidad del aire de un malecón con vista al mar o de las inmediaciones de una Lima residencial. En actitud relajada vemos, paradójicamente, a un grupo de obreros descansado plácidamente, de la construcción de un futuro con vista para otros. Esta última escena nos recuerda el bucolismo de la impresión de Manet del “Desayuno sobre la hierba” (1863).
La atmósfera definida por el cielo gris de Lima y su nubosidad colindante al mar invaden y distorsionan las distintas situaciones sociales inscritas en su paisaje. Adriana Tomatis compone estampas en las que el descanso de un grupo de gallinazos coincide con los blancos uniformes de la servidumbre doméstica. El gris blanquecino absorbe a los habitantes de la ciudad en su melancolía, densa e inmutable. Sin embargo, en medio de esta aparente melancolía de instantes difuminados, Happy Days esconde una sonrisa irónica e irreverente frente a la ridícula persistencia de comportamientos coloniales en la sociedad limeña actual. Y es aquí que entra incisiva la tonadilla a go gó, ¡Che me importa del mondo!, de Rita Pavone. Qué me importa.
Miguel Zegarra
Lima, un día de invierno gris